El ¨Albergue de las Brigadas Johnson¨
Una experiencia personal
Por Osvaldo Gotera Perugorría
Desde hace muchos, muchos años, hemos acariciado la idea, de escribir algo relacionado con este episodio en nuestra vida, que hubo de grabarse muy fuertemente en nuestra memoria, ya que en aquellos momentos nuestro futuro inmediato y el de nuestra familia, de pronto y sin esperarlo, aparecía en el limbo y que llamaremos
“EL HUMILLANTE ALBERGUE”. La idea en cuestión tomó un lugar muy por debajo en nuestras prioridades al llegar a los Estados Unidos (la ciudad de Chicago), en el año 1969. La necesidad de establecernos y encausar de nuevo nuestra vida en unión del resto de la familia, en un ambiente completamente distinto en muchos aspectos, distinto por completo al que teníamos en Cuba, como es natural pasó a ocupar toda nuestra atención. Ahora, treinta y cinco años después, me he decidido a llevar al papel lo ocurrido confiando en la memoria, que espero no nos falle.
Uno de los principales motivos para decidirme a escribir estos apuntes fue el de poder dejarle constancia escrita, a mi querido nieto Daniel Tomás, (My friend), de estos acontecimientos, para que en un futuro pueda mostrarle a sus hijos (mis biznietos), un episodio más de la existencia de la familia.
Nos ha resultado últimamente bastante difícil encontrar información en cualquier medio, ya sea escrito, electrónico, etc., sobre la existencia de las llamadas Brigadas Johnson, destinadas para las personas que solamente habían cometido el "delito" de haber presentado sus documentos para salir del país. Creemos firmemente, sin embargo, que estos hechos tengan que ser registrados y mencionados para la historia. No pueden quedar en el silencio eterno.
Un poco de historia. En el año 1965, Fidel Castro dijo que abriría un pequeño puerto pesquero en el norte de la provincia de Matanzas que recibiría embarcaciones en las que podrían salir los cubanos que así lo desearan. El reto fue aceptado y en menos de una semana unas doscientas embarcaciones anclaban en Camarioca para recoger a los cubanos que esperaban por abandonar la isla.
El festín duro poco más de un mes. Se registraron trágicos percances ocurridos en alta mar, donde perdieron la vida muchos cubanos que abandonaban el país por el Puerto de Camarioca. En estas condiciones Washington y La Habana acordaron un Puente Aéreo entre Varadero y Miami que sacaba como promedio de la isla unas 3,500 personas mensuales y que cuando concluyó en el año 1973 había transportado hacia Estados Unidos más de doscientas cincuenta y cinco mil personas. Aquellos denominados ¨Vuelos de la Libertad¨, fueron paradójicamente la base sobre la que se establecieron por el régimen las Brigadas Johnson, un sistema de esclavitud que se extendió por años y que violentó los derechos de forma directa o indirecta a cientos de miles de cubanos.
Las Brigadas Johnson estaban integradas por hombres y mujeres solteros, o jefes de familia, que habían expresado su deseo de salir de Cuba y que habían cumplido ante las autoridades los trámites pertinentes. Los familiares que quedaban en las casas perdían sus empleos regulares y padecían en no pocas ocasiones el ostracismo de familias y amigos que no querían ser asociados con un traidor. Hubo muchos que siguieron siendo fieles al amor familiar y a la amistad, pero es imposible negar que el miedo venció y transformó los buenos sentimientos de muchas personas. Entre aquellos hombres y mujeres estaba representada toda la sociedad cubana de la época. Profesionales, obreros, campesinos, amas de casa, estudiantes. Eran obligados a trabajar en faenas ajenas a sus funciones habituales, en su mayoría en labores agrícolas. Alojados en barracones que se encontraban en pésimas condiciones sanitarias. Vigilados y controlados a cambio de que le reconocieran el derecho de salir del país, cumplían un castigo que fluctuaba entre los tres y cinco años. Los alimentos eran pocos. El trabajo duro, pero en cierta medida preparó a aquellas personas para enfrentar las vicisitudes de una vida en una sociedad diferente, con lengua distinta y con grandes posibilidades de no poder, por lo menos por un período de tiempo, trabajar en lo que estaban preparados. Se les concedía un permiso cada dos semanas de trabajo continuo. Solo entonces les era permitido reunirse con los familiares que no habían sido castigados.
Esta es nuestra historia. Terminándose el año 1965, residíamos en unión de mi querida Hilda y nuestro querido hijo Osvaldo Lázaro (Pupy), del cual estábamos muy orgullosos por su ejemplar carácter y sus condiciones personales y dedicación al estudio, en la calle Ramón Cruz No. 2001, (actual Calle 19), en el nunca olvidado pueblo de Los Palacios, en la Provincia de Pinar del Río, Cuba. Trabajaba en el Centro Regional de Acopios del vecino pueblo de San Cristóbal, cuyas oficinas se encontraban en la Calle Real (entonces Carretera Central Habana-Pinar del Río), frente a lo que en aquellos momentos era el policlínico local. Hilda, desempeñaba sus funciones entre otras actividades educacionales, en el Centro Escolar Fortuna Medel, situado en la esquina que formaban las calles Piñera y Ramón Cruz, (actuales Calles 26 y 19), como maestra de enseñanza primaria de segundo grado. Pupy asistía a la Escuela Secundaria, situada en local que ocupó el Ayuntamiento Municipal, en la Calle Antonio Maceo, (actual Calle 23).
Cuando el gobierno, a través de sus autoridades correspondientes dispuso, despúes de los trágicos percances ocurridos en alta mar, donde perdieron la vida muchos cubanos que abandonaban el país por el Puerto de Camarioca, cuando familiares venían a buscarlos en embarcaciones alquiladas, que todas las personas que deseaban salir del país, podían hacerlo mediante la presentación de los documentos correspondientes, (¨Vuelos de la Libertad¨), estipulando ciertos requisitos, como la reclamación de familiares residentes en los Estados Unidos, nuestra familia tomó la decisión de solicitar nuestra salida del país, a finales del año 1965, teniendo en cuenta que las condiciones políticas y educacionales existentes no nos eran favorables, de acuerdo con nuestros puntos de vista.
Aunque sabíamos que nuestra actitud traería consigo ciertas condiciones adversas para nuestra familia, nunca pensamos que se llegaría a los extremos a los cuales se llegó, con las personas que tan sólo abandonaban el país por convicciones propias, sin haber cometido delito alguno, eran enviados a realizar trabajos en la agricultura, para los cuales no estaban preparados. Para permitir el éxodo, una de las regulaciones estipulaba que los varones de edad militar (15 años cumplidos) no podían marcharse del país, lo cual hizo que se redujera la cantidad de personas que podían hacerlo, debido a que los padres con hijos de esa edad, o las esposas de estos, tampoco estaban en la disposición de abandonar a sus seres queridos. Considerando lo anterior, presentamos también nuestra solicitud de visa al gobierno español para nuestro hijo Osvaldo Lázaro, para nuestro sobrino Juan Carlos y para mí, para viajar a los Estados Unidos vía España, teniendo en cuenta que la salida por el Puente Aéreo podía demorarse (como así sucedió para el resto de la familia) y el permiso para nuestro hijo sería negado. Mencionaremos que nuestro hijo tenía catorce años y medio, cuando nos llegó el permiso de salida vía España.
Transcurrieron dos o tres meses en cierta “normalidad”, desempeñando todos nuestras acostumbradas actividades. De pronto, recibimos una citación para asistir a una reunión en el Club Hispano Cubano, situado en la Calle Antonio Maceo, (actual Calle 23), esquina con la calle Serafín García, (actual Calle 28), (la antigua sociedad, como le llamábamos), con el fin de formar el Cuerpo de Milicianos de la localidad. Entre los asistentes a la reunión se encontraban varios amigos y conocidos que también habían presentado sus documentos con el objeto de abandonar el país, entre ellos el hermano de la Resp. Logia “Montecristi” René Hernández (Renito), Manuel Hidalgo (El Chino), Juan Antonio Cabezas (Cuco el Moro), Roberto Fernández (Berto), Raúl Ramírez (Yuly), Minito Labrador y otros cuyos nombres escapan a nuestra memoria. Uno de los dirigentes de la reunión planteó al principio de la misma, que aquellos que tenían pensado abandonar el país, podían entregar las citaciones que habían recibido y podían marcharse. Así lo hicimos.
Seguimos desempeñando nuestro trabajo en el Centro Regional de Acopios como de costumbre. A la tercera semana de efectuada la referida reunión, presenciada por miembros del Partido Comunista Local, nuestro supervisor o jefe inmediato, que no era de la zona, cuyo nombre no recordamos, que dicho sea de paso, nos trató con respeto y en ningún momento puso en tela de juicio nuestra intención, nos comunicó que de acuerdo con disposiciones superiores, yo perdería mi trabajo por motivos de nuestra intención de abandonar el país, pero que él me agradecería que yo permaneciera en el trabajo hasta tanto tuvieran disponible a la persona que lo ocuparía en mi lugar. Teniendo en cuenta que en situaciones similares, se le exigía a quienes abandonaban el país, entregar lo que habían devengado correspondiente a sus salarios, durante el tiempo que permanecían en el trabajo desde su presentación hasta su salida, le hice la observación. Me comunicó que no había problemas, que cuando dejara el trabajo definitivamente, me entregaría una carta estipulando el motivo de mi extra permanencia. Un mes después, llegó mi sustituto, recogí mi carta y quedé sin trabajo. Poco tiempo después, Hilda fue dada de baja también como profesora, en unión de otros maestros y maestras, por el mismo motivo de abandonar el país. El documento de separación estipulaba que era "por ser traidor a su país" y "por unirse a las filas enemigas". Entre ellos Manuel Hidalgo, María de los Angeles Figueroa, Carmen Toledo, Maria Guerra y otros muchos más. También se me comunicó por el responsable de turno, que no podía seguir formando parte del comité que administraba el estadio de béisbol Coronel Rosendo Collazo, desde su fundación y por consiguiente del equipo de béisbol Deportivo Palacios. Poco a poco fuimos descubriendo lo que el sistema nos tenía reservado. Ante todo, se nos despedía de nuestros trabajos y quedábamos sin ingresos de ningún tipo.
En estas condiciones, sin entrada económica al perder nuestros trabajos, nos dedicamos, como muchos habitantes de Los Palacios, a buscar otros medios de subsistencia. Hilda, con nuestra ayuda tratando de encontrar los ingredientes necesarios que cada día resultaban más difícil encontrarlos, hacía batidos de frutas, panetelas, pudines, que vendíamos en la casa y a ciertos restaurantes de la localidad. Mucho hemos agradecido siempre a los hermanos masones José María Fernández, José C. Pedroso (Lencho) y Juan Remigio, propietarios de éstas “fondas”, por ayudarnos, comprando nuestros productos que vendían en sus locales. Recordamos a nuestro hijo, en bicicleta, repartiendo estos productos y vendiendo algunos a la hora del recreo en el Centro Escolar.
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Mapa de la zonas señaladas. |
Esta situación no pudo continuar por mucho tiempo, ya que los ingredientes y el combustible que necesitábamos para confeccionar estos productos, llegaron a desaparecer del mercado “negro y blanco”. Hicimos otros trabajos, entre ellos, recogida de abono en las polleras, (en unión de René Hernández, Carlos Vázquez y Evelio Chamizo). Comenzamos a trabajar con Francisco del Pino y su hermano Modesto, que se dedicaban a realizar trabajos de agrimensura y topografía, midiendo tierras, estableciendo los famosos “planes lecheros”, etc., etc.,
en varios lugares de la provincia de Pinar del Río, como Santa Mónica, Artemisa, Consolación del Sur, Alonso Rojas, Guanajay, Cayajabos y Mariel (Henequenera).
También trabajaba con los hermanos Pino, el hermano masón René Hernández (Renito). Formaba parte del grupo Leobel. Este último vivía en una de las construccíones más antiguas del pueblo, localizada en la Calle Antonio Maceo, (actual Calle 23), casi al frente de la Iglesia Católica y padecía de unos ataques epilépticos muy fuertes. A propósito, tiempo después, murió ahogado después de sufrir uno de esos ataques, cuando pescaba. Era un experimentado pescador submarino, utilizando una “rústica escopeta” con una fija puntiaguda. En varias ocasiones lo vimos hacer uso de sus cualidades en este sentido. Dos veces experimentamos situaciones no muy agradables, cuando hubo de sufrir dos de estos ataques epilépticos, cuando estábamos trabajando en Santa Mónica y en Artemisa.
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Foto del Jeep, donde tuvimos el accidente.
Fotografía Archivo (OGEPE). |
Entre situaciones difíciles que se presentaban y pequeños accidentes de miembros del grupo, especialmente por motivo del trabajo, sin tomar en ocasiones ciertas precauciones, recordamos que sufrimos una lesión en la mano izquierda, cuando al bajarnos del jeep, el anillo que yo usaba se quedó insertado en uno de los tornillos que sobresalían de uno de los asientos del jeep que se encontraba en movimiento. Cuando el jeep en definitiva se detuvo, ya el anillo me había cortado bastante profundo uno de los dedos. Regresamos al pueblo y tuve que ir al policlínico donde recibí las atenciones correspondientes.
A principios del año 1968, estando trabajando en la zona de Artemisa, recibimos notificación del departamento correspondiente, así como todos aquellos que habían presentado los documentos para salir del país, que debíamos presentarnos para ser enviados a trabajar en distintas granjas o cooperativas de la zona, que necesitaban ayuda para sus trabajos agrícolas, hasta que nos llegara la salida. Una vehículo tirado por un tractor, nos esperaba en ocasiones , en la popular Esquina de Bárcenas y nos llevaba a desarrollar el trabajo que se nos tenía asignado, exhibiéndonos por las calles principales del pueblo. Otras veces el trabajo se desarrollaba en la Granja Avícola, que se encontraba en la antigua carretera al Entronque de Los Palacios. Regresábamos por la tarde a nuestros hogares. La retribución por los trabajos realizados era la mínima.
Estuvimos haciendo estos trabajos agrícolas, en las mismas condiciones, por unos cuarenta y cinco días más o menos, de lunes a viernes. Este tipo de trabajo incluía siembra y saque de yuca, el riego de abono, guataqueo de plátanos, chapeo, descarga de camiones, etc. De este primer grupo de Los Palacios, recordamos a Minito Labrador, Crescencio Hano (Guay), Félix Puig (Chaveta), Juan A. Cabezas (Cuco el Moro), Roberto Fernández (Berto), Viera, Mantilla, los campesinos Ventura y Suárez y Caridad García.
A pesar de las condiciones existentes, en ocasiones todavía teníamos motivos para reirnos, tratando de olvidar un poco. Recordamos que entre el grupo de Los Palacios, los habían empleados, maestros, oficinistas, camioneros, campesinos, etc. La mayoría de nosotros no estaba acostumbrado a este tipo de trabajos, por lo cual en raras ocasiones podíamos terminar nuestra tarea diaria asignada, por nuestros solos esfuerzos. Esos surcos de 18 cordeles eran terribles. Las campesinos miembros de nuestro grupo, acostumbrados a este tipo de labor, no experimentaban problema alguno. Terminaban sus tareas y venían después a ayudarnos a terminar la nuestra. Gesto de gran hermandad, que mucho agradecíamos. Entre ellos, Ventura, Suárez, (hijo de Pelusio Suárez) y Caridad García.
Como se comprenderá, la producción agrícola disminuía con nuestra intervención así como resultaban dañadas las técnicas de cultivos, pero esto bien poco importaba a los "responsables", ya que el propósito era otro: la humillación era lo importante.
Un día se nos comunicó que debíamos asistir a una reunión en la antigua Sociedad de Recreo La Tertulia, en el pueblo de San Cristóbal y aunque ya sabíamos entonces que la reunión era para albergarnos, desconocíamos donde estaba localizado el local, y no fuimos muy preparados a la cita, en tal sentido. Esto nos consternó a todos y realmente comprendimos que nuestra situación era más difícil de lo que pensábamos, no teniendo otra alternativa que aceptar las condiciones que habían establecido, o poner en riesgo nuestra decisión de abandonar el país. En la reunión no solamente estaban presentes los vecinos del Término de Los Palacios, que querían abandonar el país, sino también aquellos de los vecinos pueblos de San Cristóbal y Candelaria.
Después de recibir instrucciones al respecto, nos condujeron en varios camiones al lugar que sería nuestro “Albergue”, hasta tanto nos llegara la salida del país. Estaba situado en el Término Municipal de San Cristóbal (lugar conocido por Los Tres Cuartos), que estaba hacia el sur, y se utilizaba para llegar a dicho lugar, la carretera que pasaba por el antiguo Central San Cristóbal. Una especie de “omnibus” adaptado, pasaba cerca del lugar diariamente, partiendo del pueblo de San Cristóbal.
El lugar comprendía una construcción que servía de-dormitorio, con paredes de madera sin divisiones, con techo de guano, con una puerta principal al frente y una puerta al fondo y varias ventanas. Este dormitorio estaba lleno de camas dobles de alambre, (literas) sin sábanas u otro tipo de ropa de cama. Al lado del terraplén que conducía al lugar y frente a nuestro “dormitorio” existían dos casas, donde vivian los que fueron nuestros “responsables” con sus respectivas familias. Estos “responsables” en definitiva no tenían malos sentimientos y tan sólo recibían órdenes. A uno de ellos le llamaban Perico, y según algunos de los albergados no sabía leer. Al fondo, a la izquierda del albergue, un inodoro, que tal parece correspondía a la construcción cuando era ocupada como vivienda personal. Bien al fondo, una construcción de solamente tres paredes, que servía como servicio sanitario y baños, sin techo. A la izquierda de la construcción principal existía un local que parecía haber sido una carnicería y al fondo de la misma, se encontraba el local que hacía las funciones de cocina. Hacia la izquierda del dormitorio, por el terraplén, existía una casa vivienda en la cual se vendían ciertos artículos.
Al bajar de los camiones se nos entregaron sacos que todavía contenían azúcar, para que lo utilizáramos como ropa de cama (almohadas y colchones) para dormir. Habia que sacudir fuertemente los sacos para sacarle toda la azúcar que todavía contenían. Muchos llenamos los sacos con hierba que crecía en los alrededores, para pasar aquellas primeras noches, hasta que pudiéramos conseguir algo mejor.
Nos despertaban temprano. La alimentación era poca, pésimamente elaborada. El desayuno: café, tan claro que podía verse perfectamente el fondo del jarro que utilizábamos para tomarlo. Salíamos a realizar el trabajo designado cada grupo en fila india, vigilados por los “responsables”. Regresábamos a “almorzar”. Volvíamos al campo y regresábamos tarde, para bañarnos y “comer”. La primera semana resultó bastante desagradable. Trabajábamos cinco días a la semana. Regresábamos a nuestros hogares, el sábado en la mañana y el domingo en la tarde teníamos que estar en un lugar determinado, donde nos esperaba un camión que nos llevaba de nuevo al albergue. En dos oportunidades tuvimos que estar albergados por quince días consecutivos sin venir a casa. No obstante, estábamos “mucho mejor” que muchos otros que fueron enviados más tarde a la zona norte de la provincia y hasta lugares más lejanos, y no regresaban a sus hogares hasta un mes y algunos más de dos meses.
Decíamos que la primera semana fue bastante difícil, porque cuando llegamos al albergue por primera vez, no estábamos preparados para la situación que se nos presentaba. El tiempo que teníamos libre en el fin de semana, lo utilizábamos para buscar ciertos alimentos y cocinarlos y llevarlos al albergue para comer en la semana siguiente. Muchos alimentos solamente podían durarnos hasta el martes o miércoles, pero conseguíamos otras cosas que nos ayudaban a pasar la semana sin depender solamente de lo que nos ofrecían en la cocina del albergue, lo cual no era precisamente algo de nuestro agrado. Los miembros del grupo que permanecíamos más unidos, es decir, los que estábamos más cerca unos de los otros en el albergue, por motivos que nuestras literas estaban cercas y porque nos conocíamos de antemano, hacíamos café después de comida y escuchábamos todas las noches la hora radial de la Voz de América, para conocer el movimiento de los números de los núcleos que estaban saliendo del país, así como cualquiera otra noticia, para ver si mencionaban nuestros números. Cuando le llegaba la salida a uno de los albergados lo celebrábamos y todos felicitaban al agraciado, deseándole buena suerte.También para la segunda semana conseguimos alguna ropa de cama como sábanas y colchones, etc.
El trabajo agrícola consistía más o menos, como cuando estábamos en Los Palacios, aunque en esta ocasión hubo de incluirse el corte de caña. También la siembra y guataqueo de caña, riego de abono, etc. Los trabajos no eran siempre en la zona cercana. En ocasiones nos llevaban en camiones el día completo y almorzábamos en comedores de las granjas. Precisamente, recordamos muy claramente, que en una de estas ocasiones, cuando el camión que nos llevaba atravezaba por el pueblo de San Cristóbal, experimentamos una de las emociones más tristes que recordámos de todo lo relacionado con el albergue. Nuestro hijo Osvaldo Lázaro, solía asistir a unas clases de música (saxofón) en San Cristóbal, dos veces a la semana. Él se encontraba en la parada de omnibus, esperando regresar a Los Palacios. Al verlo, tuve que hacer esfuerzos sobrehumanos para no permitir que las lágrimas invadieran mis ojos, pues nos sentimos muy emocionados, al pensar en nuestra difícil situación. El estado de ánimo en el albergue era en ocasiones bastante emotivo. En varias ocasiones, vimos a hombres que poseían un carácter sólido y fuerte, con lágrimas en los ojos, imposibilitados, al verse en una situación en la que no se vislumbraba una salida inmediata. Cuando se está en la cárcel, el preso sabe que en una fecha determinada saldrá en libertad. Nosotros no sabíamos que tiempo íbamos a estar en esta situación, ya que la salida del país, dependía de innumerables factores ajenos a nuestro conocimiento y control. Todo este proceso tenía el propósito mefistofélico de destruirnos mentalmente y humillarnos fisica, moral y espiritualmente, creando la inestabilidad en nuestro modo de vivir.
Pero, ¿saben qué? A pesar de todo, nosotros aprendimos bien pronto a adaptarnos a las nuevas y “especiales” condiciones y al cabo de cierto tiempo generar cierta “estabilidad”, y tener nuevas esperanzas para gran sorpresa de los “responsables”. También contábamos con el inmenso apoyo y respaldo del resto de nuestras familias, que era muy importante y resultó un factor decisivo en nuestra perseverancia.
El verano estaba en su apogeo. El calor era bastante intenso en el campo. Una semana, el trabajo que nos designaron era el de guataqueo de caña, algo así como voltear la paja de caña, que se calentaba sobremanera. El martes de esa semana comenzamos a experimentar una sensación de calor y picazón en la parte superior de los pies (empeine). Ya para el jueves tenía una apreciable inflamación en los dos pies, que estaban bastante colorados. Con tal motivo, solicité un permiso para ir al médico, que me fue otorgado por el responsable correspondiente. Cuando llegué a Los Palacios, fui enseguida a ver al Doctor Pozo, hermano masón, que me atendió y me recetó ciertas medicinas y fomentos, etc. etc., y sugiriéndome que descansara por una o dos semanas, y me extendió el certificado correspondiente que tenía que presentar en el albergue cuando regresara, según lo exigido por los responsables.
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En uno de los comedores de los planes
lecheros. A la derecha, Renito.
Fotografía Archivo: (OGEPE). |
Un sábado, precisamente cuando estaba acostado en la cama en mi casa descansando, llegó por la ventana del cuarto el cartero Rogelio, hijo de Marino Cruz, entregándome un telegrama que solicitaba que me presentara a la mayor brevedad posible en la Jefatura de Policía de Artemisa. No esperé para mañana, aunque no sabíamos de que se trataba. Salí enseguida para Artemisa, a pesar de no sentirme bien por completo. Presenté el telegrama y un miembro de inmigración me notificó que había sido trasladado a la Granja Patricio Lumumba (antigua Compañia Agrícola Las Vegas), y ponerme a la disposición del Ingeniero José del Río (Pepe), para realizar trabajos de topografía necesario en las granjas y cooperativas de la provincia.
Cuando nos albergaron al principio, habíamos hablado con Pepe, para que si tenía la oportunidad, hiciera cierta gestión con las autoridades correspondientes para solicitar nuestros servicios, teniendo en cuenta que yo ya había realizado este tipo de trabajo anteriormente y tenía cierta “experiencia”. Nuestro agradecimiento eterno para el estimado José (Pepe) del Río.
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En la zona del Canal de Santa Mónica:
De izq., a derecha, Renito, el que suscribe,
Antonio Fiallo, Pablo y José Machó.
Fotografía Archivo: (OGEPE). |
El domingo fui a ver a Pepe y el lunes ya comenzamos a trabajar en unión de los miembros del grupo: José Machó, Antonio Fiallo, (hijo de Titico), Machito (hijo de Machó el zapatero) y Cuqui Ruenes que manejaba el jeep. El primer trabajo fue en Alonso de Rojas, en unas siembras de arroz y planes lecheros. Teníamos que visitar las oficinas de la Granja Patricio Lumumba todos los lunes, para que supieran que estábamos trabajando en el lugar. También cuando regresábamos a casa al final de la semana. El trabajo era de lunes a viernes, aunque Pepe tenía absoluto control en el trabajo. Como es natural, nuestro ingreso económico era mucho mayor en esta situación, tanto cuando nos pagaban por el trabajo realizado o cuando nos pusieron a sueldo y teníamos que ir a cobrar a las oficinas correspondientes recibiendo en esta oportunidad una cantidad ya asignada de antemano, como resultó al final.
Para adelantar más en el trabajo, se trajeron unos caballos, (idea de Pepe), los cuales teníamos que bañar después de terminar los trabajos del día. Uno de estos caballos era propiedad de José Machó. Antonio y Machó llevaron los caballos desde Los Palacios, hasta la zona de Alonso Rojas, atravezando la zona de Paso Real, Santa Mónica y terrenos pertenecientes al Término Municipal de Consolación del Sur. Después de dejar la Granja Patricio Lumumba, nos dirigíamos hacia Alonso Rojas, donde Pepe, dejaba su automóvil en la casa de un amigo de apellido Llanes, antiguo cosechero de arroz, cuya hija y esposo, también tenían presentados sus documentos para salir del país. Desde allí en el jeep, íbamos tierra adentro hacia el sur, con terrenos ya de una nivelación igual al nivel del mar. El lugar donde dormíamos estaba bastante solitario. En esta ocasión, solamente existía un comedor, cuyos empleados, al caer la tarde, regresaban a sus casas en Alonso Rojas o Consolación. Regresábamos antes que el comedor cerrara. Se hizo después costumbre que lo primero que hacíamos cuando llegábamos a un lugar a realizar un trabajo, era preguntar donde estaba situado el comedor y establecer contacto con los cocineros y explicarles nuestra situación. En muchas ocasiones nos guardaban la comida, que después de un buen día de trabajo, nos sabía a gloria, cualquiera clase que fuera. El baño tenía lugar entonces tarde en la noche.
Estando en este lugar, si terminábamos temprano, regresábamos al dormitorio, nos bañábamos, comíamos, hacíamos un cafecito (café que conseguíamos en el pueblo entre todos) y nos íbamos a tratar de pescar algo en un arroyuelo que existía cerca del lugar. No podíamos estar mucho tiempo, ya que de pronto sentíamos un ruido que iba aumentando por momentos, procedente de la costa. Eran los mosquitos que venían en grandes cantidades y teníamos que correr y meternos bajo los mosquiteros en nuestras camas. En esta zona tan extensa, se realizaron innumerables y diferentes trabajos. Cuando estábamos bastante distante del comedor, Cuqui Ruenes en el jeep nos llevaba el almuerzo, si ello era posible. Cuando no teníamos utensilios para comer, pues hacíamos cucharas de la cáscara de la caña. En varias ocasiones pasamos mucha sed, pues nos alejábamos mucho del territorio que estaba habitado sin ríos ni arroyos y el agua que teníamos se nos terminaba. Se realizaron muchos trabajos en diferentes regiones de la provincia.
Queremos dejar constancia de algo que a simple vista no pueda tener mucha importancia para algunos, pero para nosotros fue y será siempre algo muy, muy importante. El pueblo sabía que nos íbamos del país, nuestra situación era muy especial. Cuando no teníamos trabajo por motivo de lluvias, etc., y estábamos en el pueblo, nos veíamos impedido de asistir a ciertos lugares, por motivo de que éramos visto mal por las autoridades. En ocasiones fuimos advertidos en ciertos lugares que acostumbrábamos a visitar, que nuestra presencia no era bien recibida, pues habían sido notificados al efecto por dichas autoridades. Un pueblo que tanto queríamos, nos rechazaba de cierta forma. Mucho aprendimos de la condición humana, maltratada por la política. Sin embargo, siempre contamos con el respaldo absoluto y el amor fraternal de los queridos hermanos de la Resp. y Meritoria Logia "Montecristi", a cuyas sesiones asistíamos todas las semanas. Descubrimos que varios de nuestros "amigos", nunca lo fueron. Hemos encontrado algunos en los Estados Unidos, algo "arrepentidos" de su forma de actuar en aquellos días.
En una ocasión, Pepe nos envió a Machó, Antonio y a mí, a medir un campo sembrado de arroz, por varios días. Él nos recogería al final de semana o enviaría a Cuqui Ruenes para hacerlo. Uno de esos días cuando estábamos en medio del campo de arroz, llegó un avión fumigando. No teníamos conocimiento de esto. Lo único que podíamos hacer era meternos hasta los hombros, en uno de los canales de riego que existían dentro del campo hasta que pasara el avión en uno de sus pases de riego de productos químicos. Nos ayudó que usábamos unos amplios sombreros. Tan pronto pasó el avión salimos corriendo hacia la orilla más cercana del campo. Esta situación presentó cierta condición peligrosa.
A principios del mes de Noviembre del año 1968, cuando llegamos al pueblo procedentes de Alonso de Rojas, al final de semana, cuando fuimos guardar parte de los equipos que utilizábamos haciendo nuestros trabajos, en la casa de los padres de Antonio Fiallo, se nos comunicó que habían visitado nuestra casa los miembros de inmigración y que nos había llegado el permiso de salida para España. Iniciamos de inmediato el arreglo de los documentos correspondientes, pasajes, etc. El permiso de salida era para mi sobrino Juan Carlos, que tenía entonces 9 años de edad, nuestro hijo Osvaldo Lázaro y para mí. El resto del núcleo tendría que esperar la salida por vía de Varadero, en los Vuelos de la Libertad, lo que ocurrió en el mes de Marzo de 1969.
La salida se señaló en definitiva para el día 3 del mes de Diciembre. Nos acompañaban en el vuelo nuestro querido amigo Manuel Hidalgo (el Chino), y su querida mamá Cristina. También uno de los albergados en San Cristóbal y su familia, que solamente recordamos con el nombre de Lin. En Madrid, España, dio comienzo otro episodio de nuestro peregrinaje.
Pese a la bruma del tiempo que lo desdibuja y a la benigna nostalgia con que suele mirarse el pasado, miles de mis contemporáneos todavía pueden evocar las pésimas situaciones experimentadas en “El Humillante Albergue”. Esparcidos por todo el mundo, residiendo en varios países, muchos han desaparecido de la faz de la tierra, sin haber podido regresar a su querida patria, pero han dejado sembrada la semilla del cubano digno, que prefirió emigrar y comenzar de nuevo, dejando detrás bienes y sobre todo familias, por no aceptar las condiciones existentes. Esta historia la vivieron tantos y tantos cubanos a lo largo y ancho de nuestra isla, en algunos casos con un trágico final, representado por pérdidas de vidas, de quienes sin cometer delito alguno se vieron expuestos a situaciones difíciles y humillantes.
Esta memoria, aunque parezca muy personal, es, sin embargo, parte de la historia colectiva de nuestra patria. El propósito que me ha motivado a narrarla es para que no se olviden sucesos de los que ya hoy raramente se habla, y que quede constancia de los muchos abusos de que fue objeto tan alto número de cubanos --entre los que nos contábamos-- por el sólo hecho de querer abandonar nuestro país, donde existía un sistema imcompatible con nuestro modo de pensar, derecho primordial e inalienable de todo ser humano.
Escribir sobre estas cosas no es fácil. Evocar estos años crea dolor. Nos hace daño, porque es casi volver a vivirlos. Fueron demasiado lacerantes. Si regresamos a aquella situación de la mano de los recuerdos, chocan los unos con lo otros, las ideas pierden su rumbo, algo nos oprime el pecho y no escribimos con claridad. La obsesión por narrar la experiencia con exactitud, reflejar el color del temor, el orgullo y el desafío, nos embarga.