Polos Opuestos
Por Marieta Alonso Más
A mis padres
Ramón y Adolfina han muerto en un corto espacio de tiempo. Llevaban cincuenta y tres años de casados.
Él un emigrante español, arribó a Cuba, donde ella había nacido. Una mañana la vio y siguió sus pasos. Estos le llevaron a la Iglesia, lugar que él no pisaba. Ella: una cucaracha de sacristía.
Ramón le pidió a la mujer de un paisano suyo, que también iba a misa y que siempre le decía: “cásate Ramón”, que se hiciera amiga de la catequista. Y obediente, al domingo siguiente, se sentó en el mismo banco donde estaba Adolfina y antes de comenzar el oficio le dijo:
-Me gustaría ayudarla en la catequesis y llegar a ser su amiga.
Sorprendida ésta contestó: -Será un placer.
Salieron juntas y ¡qué casualidad! allí en la verja estaba Ramón al lado de su amigo, que tampoco iba a misa, pero que ese día fue a buscar a su mujer para ir a tomar el aperitivo y como la cosa más natural se hicieron las presentaciones.
No había baile en el pueblo y sus alrededores a los que no fuera Ramón. Ella era un desastre bailando, se le enredaban los pies. Iba a pocos saraos. Cuando coincidían, él siempre bailaba con ella y ella nunca dejó de bailar con él. Ramón sentía pasión por el baile y para Adolfina era un absurdo. Para corroborar su teoría del absurdo, un día dejaron de bailar, se taparon los oídos y ella le preguntó qué parecían los bailarines. Ramón se carcajeaba viendo a sus amigos haciendo piruetas en un mundo de silencio, mientras ella como siempre sólo sonreía.
Para Ramón todo el mundo era su amigo, Adolfina tenía contadas amistades. Y cuando ella decía que alguien no era de fiar, Ramón le reprochaba que juzgara a las personas tan a la ligera. Adolfina callaba, pero como casi siempre acertaba, Ramón riéndose decía que debido a sus ascendientes gallegos tenía algo de meiga.
A él le entusiasmaba el teatro y la invitaba en numerosas ocasiones, ella siempre aceptó su invitación e iba acompañada de una amiga de su madre que le servía de chaperona. A él no le gustaba el cine, a ella sí. Él buscaba mil excusas para ir a cualquier lugar, menos al cine y ella hacía como que comprendía la imposibilidad de ir.
Un día del mes de Enero mientras bailaban un danzón, Ramón le dijo:
-No finalizará el año sin que nos casemos.
Ella le miró y preguntó: ¿acaso somos novios? Él soltó una carcajada y no contestó.
Llegaron las fiestas de Mayo y Ramón bailó todos los días y con todas las chicas del pueblo. Adolfina no podía salir de casa, salvo a misa, porque guardaba luto por el marido de una tía lejana. En cuatro meses casi no se vieron.
A primeros de septiembre la madre de Adolfina le preguntó qué relación tenía con Ramón. Amigos, contestó ella. Su madre mirándola fijamente preguntó ¿seguro?
-Sí, respondió Adolfina.
Entonces, no me explico, dijo pensativa su madre, si solo sois amigos ¿cómo es que nos ha pedido tu mano?
Se casaron el 29 de Diciembre de 1943 dos días antes de que venciera el plazo.
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La Telefonista
Por Marieta Alonso Más
En Cuba, allá por los años cuarenta, las llamadas se efectuaban mediante una Central Telefónica. Era una pizarra negra y frente a ella, sentada en una silla giratoria una persona ponía y quitaba gran cantidad de clavijas al tiempo que saludaba, respondía, comentaba y se despedía cientos de veces.
La telefonista de uno de tantos pueblos, con treinta años y soltera tenía la voz más bonita que se podía escuchar en toda la isla, acompañada de una dulzura, una simpatía y un hacer bien su trabajo que se hacía querer a los pocos minutos de conocerla, olvidando de inmediato su cara, que al decir de algunos, pocas personas eran tan feas.
Entre tantas llamadas recibidas a diario, había una en especial de un señor que llamaba a un comercio por motivos de trabajo. Tanto llamaba que con el tiempo comenzó a departir unos minutos con ella, alabando su voz cada vez que se presentaba la oportunidad.
Un día le dijo: -Me gustaría conocerla. Tengo que ir a La Habana en tal fecha y como el tren tiene una breve parada, cinco minutos, en su bonito pueblo ¿podría tener ese placer? Quizás sea un trastorno tal encuentro en horas de trabajo pero me sentiría feliz si pudiera saludarla aunque fuese en tan corto espacio de tiempo.
Ella le explicó cómo iría vestida y el color de sus zapatos.
El día de marras, una amiga la sustituyó al frente de la pizarra y media hora antes de la llegada del tren, ya estaba esperando en el apeadero. Al parecer alguien más, se había enterado de este encuentro, lo había divulgado y la estación estaba a rebosar. Los espectadores se sentaron en los bancos y ella se quedó sola, de pie, en medio del andén.
Y cuentan las malas lenguas que a la llegada del ferrocarril se bajó del primer vagón un hombre joven vestido con traje de dril 100, sombrero de jipijapa y una orquídea en su mano derecha. Miró a la cara de la mujer, a su ropa, a sus zapatos. Nadie se movía. Caminó despacio, a lo largo y muy cerca del tren, la volvió a mirar y se subió en el último vagón.
Alguien gritó: -¡Háblale que se te va!
Pero cuando ella reaccionó el tren ya se alejaba.
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